jueves, 8 de marzo de 2018

Mar de fondo no caeré en la trampa


“Nadie es como el otro. Ni mejor ni peor. Es otro. Y si dos están de acuerdo, es por un malentendido”.
Jean Paul Sartre.

Si bien existió una mayoría concebidos con forma humana, se encontraba un interesante porcentaje representado como mezcla de humanos y animales, sobre todo en los primeros tiempos de etapa primitiva, donde la cacería era sustancial para poder alimentarse, creando una vinculación orgánica con los animales entre íntima y esencial, hasta el punto de ser simbolizados en las divinidades que siempre necesitó la especie para poder afrontar las vicisitudes del planeta. El culto a los animales nos precede desde lo más remoto de nuestros tiempos, y a día de hoy, solemos representar algunas de nuestras más notorias falencias ayudándonos de esa especie de mitología que han sido los dioses.


En todas las religiones antiguas los animales han jugado un papel determinante como acompañantes o atributos destacados de los dioses. También fueron decisivos en los momentos que se debía tributar al dios para aplacar su ira como ofrenda en los sacrificios. Cuando fueron objeto de culto, se divinizaron por tener capacidades que el hombre no disponía, como el volar, nadar bajo el agua, correr a velocidad, sus mudas anuales, etc. La mayoría de las culturas veneraron a ciertos animales como preciado objeto de adoración. Esto habrá sido así hasta que el hombre se hizo poderoso a través de la explotación de la tierra y la cría de animales, relegando a las “bestias” a su condición de seres irracionales e inferiores, y no como especie acompañante de este enorme ecosistema que debería ser el planeta.

El sitio del agua en nuestro sistema es esencial, ya que el agua como tal es vida. También desde antiguo, hemos reconocido en este fluido el rasgo de la pureza, fertilidad, vitalidad y desarrollo. El agua también estuvo presente en la mitología, el respeto que se le profesaba era reverencial. Los romanos, por ejemplo, le asignaron un carácter sacro, dotando a las fuentes, fontanas, acueductos o termas, de guardianes o tutela de divinidades. También los ríos, manantiales o lagos fueron divinizados por los romanos. El mar, asociado con calamidades o amenazas, eran consideradas superficies misteriosas e insondables. La mitología dispuso de criaturas maléficas que irrumpían de las profundidades poniendo en jaque a los marinos. De hecho, los primeros marineros, para contrarrestar el respeto desmedido que generaban esas aguas, y en procura de una navegación feliz, adornaban sus barcas con el ojo de Osiris -dios de la fertilidad y regeneración del Nilo- o la cara de un delfín. Si bien estas formas del agua continúan siendo un límite para el hombre, la verdad es que han logrado surcar sus aguas con mayor precisión y tecnología, perdiéndole en parte el respeto. Como con el caso de los animales, las antiguas divinidades, han cedido paso a la divinidad del ser superior, el ser irracional, el ser humano.

“Gracias, Guillermo del Toro, recordaremos este año como el año en que los hombres la cagaron tanto que las mujeres comenzaron a salir con anfibios”, fue uno de los chistes más celebrados del presentador Jimmy Kimmel, en la última edición de los premios Oscar. Y resulta que la película del director mexicano acaparó toda la atención -y sus premios más determinantes: película y dirección- por la relación amorosa entre lo humano y lo animal -o monstruoso-. La idea no es nueva, esta especie de cuento de hadas nos ha puesto frente, no a la polémica si la película es justa ganadora del premio, sino a varias cuestiones que dominan nuestra atención y se dilatan sus soluciones: principalmente, el continuo mal trato que se dispensa a lo diferente, a lo que no se clasifica como lo “convencional” de nuestra especie, en un momento de mayor preocupación, ya que ese convencionalismo parece ser lo que se está cargando silenciosamente la vida de nuestro común planeta.

Decía en su obra Paul Michael Foucault, que distinguía la fascinación por las zonas marginales de la sociedad. Para el historiador y filósofo francés del siglo pasado, el monstruo es la excepción por definición: un individuo peligroso que pone en jaque al resto de la sociedad. El monstruo parece haber sido a media escala entre bestia y medio hombre, como mixtura de sexos, donde el tema de la doble personalidad obsesionó al ser humano desde el renacimiento. Para Foucault, la sociedad que los impuso no estaba preparada para observar la anormalidad emergente de sí misma, y mucho menos combinar lo imposible de lo prohibido. En el caso de “La forma del agua”, Guillermo del Toro desarrolla la capacidad de la empatía entre lo imposible y lo prohibido, con la imperiosa necesidad de encajar como alternativa, aunque para ello haya que cambiar de recipiente. Para ello no reniega del estereotipo del monstruo, pero nos ofrece personajes casi transparentes donde lo monstruoso puede estar albergado en un espejo que resalta a la humanidad misma, y a los diversos daños que genera.


En lo concerniente a la biosfera, tenemos la profunda concepción -pero equivocada- de que el ser humano es el dominador del planeta, dividiendo todo entre nosotros y el resto de lo existente. Esta puede ser considerada la causa de casi todos nuestros errores, desde que perdimos el respeto a la naturaleza, considerándola inferior a nosotros. Se busca imponer una “nueva ética” que sería clave para una buena educación ambiental: revisar nuestras relaciones y criterios para el uso y reparto de los recursos, como condición indispensable para el desarrollo de nuevas formas de relación con el mundo natural.

Y en cuanto a la relación entre los seres humanos, esta película se detiene en retratar la incomunicación y aislamiento al que nos vemos sometidos por nuestra violenta dominación por sobre el resto. Tanto la palabra diferencia como diversidad llevan el prefijo “di”, que, en latín, tiene entre tantos significados, el de separación, oposición, origen o procedencia y/o propagación. Si bien a estas dos palabras las podríamos definir como sinónimas, en el uso cotidiano notamos que diferencia significa distinción mientras que diversidad implica oposición. Y la distinción que profesamos a la diferencia no suele ser positiva, hoy sobre todo tendemos a castigar la diferencia, llamando a una obcecada uniformidad. Lo mismo experimentamos con la oposición a la diverso, llegando a encasillar a los grupos minoritarios como etnias o subgrupos que se distingue de la mayoría dentro de un supuesto orden cultural. A la palabra minoría se le apareja una connotación negativa.

La cinta nos muestra la agresividad o crueldad que se desarrolla en la relación con los otros. Pero también muestra el silencioso ejemplo que algunos utilizan para defender alternativas de humanizar al diferente. Los protagonistas de esta inusitada historia de amor no dicen una sola palabra y paradójicamente, son las voces de esas minorías que quieren demostrar al mundo que no hay que gritar para manifestar el repudio ante las injusticias que se sufren. No solo es esa voz de las minorías oprimidas, también es el grito a la arrogancia que somete a los solitarios seres invisibles que quizás no necesiten redención, sino conciencia de todos para cambiar las cosas que necesitamos imperiosamente cambiar poder ser esos seres racionales que tanto pregonamos.

La forma del agua intenta profundizar sobre los pilares de nuestras sociedades modernas. Nos detenemos en el morbo de comprobar que el anfibio y la muchacha muda han mantenido relaciones sexuales, pero no nos conmueve en absoluto, la dolorosa resignación de un personaje adulto homosexual sumiso y sumido ante el dolor de no poder experimentar afecto u amor; y por otro lado, la otra vez magnífica interpretación de Octavia Spencer, quien no claudica ese vigor que su presencia instala en las pantallas ni aun sufriendo la peor de las indiferencias, la de un matrimonio desgastado por el machismo y desafección. Lo que seguramente del Toro intenta manifestar en el film es que detrás del supuesto monstruo anfibio se esconden los monstruos de nuestra sociedad actual, que son reales y cotidianos, tan cotidianos que están al alcance de cualquier mano. Este cuento de amor quizás se distingue porque la mayoría habrá de ver un romance imposible entre la bella y la bestia, y los que se aferran a la diversidad podrán constatar que no se necesita ser bello para ser bello y tantas veces las bestias no viven romances sino pulsiones enfermizas de poder. Al cuento de amor o alegoría de Guillermo del Toro le supone una trasgresión moral, de un submundo que puede ser más humano que la mayor parte de la humanidad. Y para cambiar se exigen planteamientos donde el pensamiento y la acción se realimenten, tal como siempre ha permitido la fuerza del agua en nuestros organismos vivos…

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