domingo, 11 de febrero de 2018

La máquina del tiempo


“Lo peor es cuando has terminado un capítulo y la máquina de escribir no aplaude”.
Orson Wells

La adaptación equilibrada e ininterrumpida que hacemos de las nuevas tecnologías nos llevan a olvidar pronto, viejas costumbres. De repente, alguna mención vintage nos devuelve la imagen de un instrumento que ha sido esencial para la comunicación y educación, convirtiéndose, digamos que, a partir del tercer año de la vieja educación secundaria, en algo esencial para el cumplimiento de actividades. Antes de continuar, debo hacer una aclaración: si el lector tiene, menos de veinticinco años, seguramente no la habrá utilizado ni le interesará leerme. Si tiene poco más de esa edad, y estudió comercial o perito mercantil, guardará buenos recuerdos de una asignatura donde este artefacto fue la estrella: la máquina de escribir portátil o mecánica.


El dedo meñique de la mano izquierda descansaba sobre la letra a; el de la derecha, sobre la ñ; el anular izquierdo sobre la s, y el derecho sobre la l; el dedo corazón en la izquierda reposaba sobre la d, mientras que el derecho aguardaba sobre la k; el índice izquierdo descansaba sobre la letra f y el derecho se apoyaba presto sobre la j; mientras tanto, los dos pulgares, que cumplían una función esencial aunque no lo pareciera, se apoyaban sobre la barra espaciadora; así las premisas esenciales hasta que comenzara el baile arriba y abajo sonoro sobre todas las piezas, y como una especie de milagro, los dedos daban forma armoniosa a un claro vocabulario -al principio con tropiezos- que a los quince años no llegábamos a valorar: el de la velocidad de la palabra escrita.

La técnica que practicamos las primeras semanas del primer año de mecanografía, se limitaba al cartón comprado en la librería que podría llamarse teclado universal QWERTY. Todavía aguardaba la sala de máquinas, era momento de teoría y de movimiento de dedos sobre la hoja con el teclado impreso. El desplazamiento de los dedos sobre las distintas variables parecía perfectamente diseñado, aún con pereza mecánica se podía alcanzar cada una de las teclas minimizando la distancia entre cada una de ellas. Luego de los primeros días, debíamos mecanizar el movimiento sin mirar el teclado, y para confirmar que nuestros dedos no reposaban en tecla errada, tanto la letra j como la letra f disponían en la base de una pequeña marca con forma de guion que, al colocar el dedo índice, debíamos notar para confirmar la correcta colocación. En el teclado del ordenador, se puede distinguir ambas marcas ya que el sistema continúa estandarizado a pesar del avance tecnológico, y quizás muchos jóvenes de hoy desconozcan su aportación.

No todos aprendíamos al mismo nivel, la pericia en la colocación de las manos y la flexibilidad de movimientos se definían esenciales para plasmar coherencia textual sobre un papel tras el golpe de las teclas. La sala de máquinas estaba en la primera planta, sobre un costado. Los primeros días de práctica el sonido global no era de armonía, más bien golpeos esporádicos, salvo esos dos o tres alumnos, o que bien conocían el estilo de antemano, o traían consigo el arte de sentir que el escribir a máquina era lo suyo aún antes de saberlo. Supongo que ese ruido coherente estimuló mis deseos de progresar en esa hora donde, el estar lejos de nuestra aula rutinaria, nos permitía sentir la inminencia de aquel mundo que nuestra adolescencia nos dejaba ver de tanto en tanto: el de los adultos.

No se trataba solo del buen uso de los dedos. La postura corporal y la concentración era otros principios básicos. La espalda recta bien apoyada sobre el respaldo de la silla, los brazos pegados al cuerpo con los codos practicando un ángulo recto, las piernas apoyadas a lo largo del asiento y los pies haciendo reposo bien plantados en el suelo fueron duras lecciones para el flaco desgarbado -y desordenado físicamente- que se suponía que era, previo a tocar las teclas, donde el lento andar de nuestro profesor por la línea de máquinas se detenía a cada paso para marcar, remarcar, volver a remarcar y remediar algún defecto postural lo más rápido posible. Y la concentración -un talento que parece hoy en día en desuso- permitía conseguir a la brevedad el automatismo de poner cada dedo en la tecla correspondiente en la segunda fila, para el suponer si la tecla que a priori pensamos que estábamos pulsando mostrara en el papel que se trataba de la tecla correcta. Habría que sumarle la paciencia, la constancia y la voluntad para acceder a esa práctica de dos horas semanales, todos estos dotes deberían seguir siendo esenciales en la educación, pero constancia y voluntad a veces parecen atributos de post grado.

Lo monótono que resultaban las primeras prácticas: líneas completas con cada letra, la combinación con variantes repetidas de, por ejemplo, repeticiones del tipo asdsa, asdsa, asdsa, asdsa, para pasar al mnbv, mnbv, mnbv, mnbv así durante cuarenta minutos, para el terminar observar con curiosidad, entusiasmo, tedio, frustración o tranquilidad que esos garabatos poco precisos respondían a la consigna. Eso te permitía suponer que era casi casi como escribir una página continuada de un texto secuenciado y lógico. La ansiedad en mi caso a mejorar era el no observar el papel al instante del tipeado, práctica que no logre a pleno, porque quizás parte de mi naturaleza es querer observar mis errores al instante, lo que no me ha permitido llegar a la velocidad máxima (sesenta caracteres por minuto al terminar el quinto año) aun sabiendo que perdía decimas vitales en esa mirada de soslayo. Debo reconocer que es una característica vital en mi vida, de tanto observar falencias o posibles errores, pierdo tiempo esencial en la experiencia de vivir, el error no es fracaso, tal vez una forma de fracaso es no permitirse el error.

En una segunda fase de nuestra evolución dactilográfica se incorporaba la revista Selecciones del Reader`s Digest. El profesor de mecanografía nos instaba a comprar la edición del mes de abril, que nos acompañaría durante todo el ciclo lectivo, y siempre a nuestra izquierda, sus textos nos permitirían adquirir poco a poco velocidad, intentando arañar los objetivos del trimestre, una cantidad equis de palabras por minuto. El vigilado accionar de nuestro profesor, que, a su paso por las distintas filas de alumnos, comprobaba que estuviéramos sentados derechos pero cómodos, utilizando los diez dedos para teclear y sin mirar el teclado, donde el repiqueteo de treinta aparatos estimulaba el andar de esa tercera hora del día lunes y quinta del día miércoles, coronando el espacio de esa asignatura con los diez minutos finales donde practicábamos velocidad. El grito de basta del profesor a veces no evitaba dos o tres tecleos más para terminar una palabra y sumar un carácter más a nuestro objetivo de mecanógrafos.

Los jóvenes de hoy están muy acostumbrados a los teclados de ordenadores y del teléfono móvil. Pero solo aspiran a obtener velocidad en el arte de escribir apenas con dos dedos. Pocos se ejercitan como mecanógrafos y las técnicas son otras, pero velocidad y precisión se echan en falta. Con el paso de los años se pierde velocidad por la falta de uso -hoy podría estar en las cuarenta palabras por minuto, con seis dedos de uso y la vista pegada al teclado del portátil, pero extraño los dedos cargados de tinta al tener que destrabar varias teclas golpeadas a la vez de aquellas viejas tortugas Olivetti o Remington, con las que comencé a reproducir esas anodinas notas del Selecciones del Reader`s Digest que, con el paso de los trimestres hasta parecían interesantes. La campanilla que, al sonar, te avisaba que te quedaban diez caracteres antes del salto de renglón y aquel movimiento mecánico para que el carro bajara a la línea siguiente, todavía permanece en mi recuerdo. Y si te fallaba el corrector de la cinta, siempre a mano el liquid paper para adecentar la presentación de tu hoja.

No existe la revista Selecciones, casi no hay máquinas portátiles para escribir, tengo más de treinta años de egresado del colegio secundario, y el viejo arte del uso de los diez dedos parece perdido. Durante un tiempo pensé que el uso del ordenador prolongaría aquella técnica del teclado universal, pero la evolución que siempre es cíclica, parece llevarnos nuevamente al tipeo con dos o cuatro dedos, lo que no es grave. Lo triste es aquella disciplina y concentración que se ha ido perdiendo, y que sólo un remalaje de un recuerdo me devuelva esporádicamente la exquisita sensación de quitar mi maquina portátil de su funda, volver a retirar el tapa teclas, abrir la tecla de soporte del papel que estaba detrás del rodillo para meter una hoja en blanco, ajustar los márgenes, girar el rodillo para centrar la hoja y esperar la orden del profesor Ferreres, que nos exigía reproducir con nitidez aquel artículo que tarde o temprano, me acercaría a esta literatura de quizás seis dedos, pero de una fidelidad agradecida…

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