domingo, 10 de septiembre de 2017

Difícil que lleguemos a ponernos de acuerdo

“Para favorecer la violencia colectiva, hay que reforzar su inconsciencia. Y, al contrario, para desalentar esa violencia, hay que mostrarla a plena luz, hay que desenmascararla”,
René Girard

Existía un antiguo ritual de condición fantástico y purificador que consistía básicamente en buscar un responsable de todos los pecados de un pueblo. El rito contemplaba regenerar el orden perdido a través de purificar o reparar las faltas, con un castigo físico que permitiera expiar las culpas. En el inicio de estas ceremonias se ofrendaba un animal a la causa de redimirse, trasladando simbólicamente el sentimiento de culpa que nos aferraba como especie maligna. El famoso chivo expiatorio nos entregaba una fingida calma al sentimiento de culpa que nos invade desde el inicio. En resumen, nada ha cambiado en el tiempo, siempre proyectamos nuestras indecisiones o debilidades en una imagen externa, dueña de todos los males terrenales. La religión, la política y la radicalidad han montado un enorme negocio a través de esta debilidad manifiesta.


Aquel que lea este introductorio lo podrá aplicar tranquilamente a la polémica actual que se viva en su territorio o circulo de conocidos. Parece mucho más ameno simbolizar que dar nombre propio a todas aquellas operaciones que la ideología, fanatismo o militancia experimenten actualmente. No quita responsabilidad el saber que siempre se ha necesitado expiar las culpas en un imaginario para poder saciar la sed de violencia e ira que invaden muchos de nuestros actos. Pero al menos nos permite saber que muchas de las canalladas de las que damos parte son repeticiones -a veces sofisticadas, otras rebuscadas y muchas burdas- que, como grupo de iguales, debemos echar mano para descargar la propia ira en el otro. El paso del tiempo sofisticó ese concepto. Necesitamos el concepto del potencial mal en otro lado, para perpetuar nuestra afinidad o convicción sin casi contenido, solo la espesa militancia que justifique que soy el bueno o el camino, y el que está en desacuerdo, es el malo, opresor o el manipulador.

Este proceder lo verás en todo ámbito, y si eres sincero poseedor de autocrítica, lo podrás reconocer en tu propia persona, eso sí, una vez que se haya diluido tu ira. Siempre es más efectivo volcar tus miserias en la mísera vida del prójimo. El chivo moderno carga con las ansiedades del entorno, comparte culpas, aunque no las tenga, y esconde la falta de madurez -y en los últimos tiempos de inteligencia- de nuestras sociedades de avanzada. La acción intimidante se reconoce en la agresión y en el rechazo, y persígnense con el siguiente dato: el chivo expiatorio operaba inicialmente en sociedades precristianas. Ofrecer la otra mejilla o la confesión podrían oficiar de pseudos chivos internos, piensen lo ridículo del tema, como uno se puede sentir liberado por el simple hecho de confesar una mínima parte de sus culpas a cambio de una cantidad moderada de rezos. Sería patético si no se tratara de un proceso que afectó enormemente nuestras educaciones.

En aquellos tiempos de la antigüedad, el sacrificado generalmente era extranjero o lisiado, cosa que no generara contrariedad o percance en la radicalidad del sacrificio. Una vez señalado, se debía desarrollar lo que se denominaba “contaminación” para que la persona escogida sea definitivamente portadora de nuestros males y postergaciones como sociedad. El mecanismo no puede permitirse el concepto de retorno, una vez señalado el culpable, ese debe ser literalmente el dueño de casi todas las culpas. Con el sacrificio de la víctima se alcanzaba la catarsis colectiva, regresando poco a poco al orden y normalidad, hasta el mismo momento en que un nuevo sacrificio se considerara necesario para perpetuar ese sentimiento afectado de armonía. Irónicamente, a ese sentimiento lo solemos graficar como espiritualidad.

Se debió especializar como desinhibitorios los niveles de agresión de los que somos capaces de desarrollar en este proceso. Por un lado, deshumanizamos a la víctima; por el otro, nos desindividualizamos como individuos para justificar todo en post de una sociedad, de una comunidad. En el caso de un error, de una manipulación comprobada, de una fatal injusticia, quedará arropado por un sentimiento primario colectivo, y no como una irresponsabilidad individual. Es que el ser humano se lo ha currado con esmero a lo largo del tiempo. Por último, reditúa y mucho, que a nuestro enemigo le confiramos la condición de desequilibrado, como sesgo de auto beneficio: un buen ejemplo sería que somos acreedores de mérito si nos acompañan buenas notas, ya que responden a nuestras habilidades; en cambio, tantas veces justificamos nuestros bajos rendimientos, en la acción injusta, alocada y arbitraria de nuestros docentes, superiores o directores.

René Girard, crítico literario, historiador y notable filósofo francés, fallecido hace un par de años, fue un poco más allá al desarrollar su teoría mimética, donde la causa de la violencia es la rivalidad, es decir la imperiosa necesidad de acceder a lo que posee el otro, más allá de merecimientos, o que el otro se someta a nuestro razonamiento, porque es indudable que nosotros sí poseemos ideales y buenas intenciones, o recuperar lo que era nuestro y nos han quitado injustamente. El deseo no consumado dispara la violencia y las crisis (hambrunas, catástrofes, y sumémosle las crisis morales con su corrupción, hoy devastadoras) son el contexto ideal para desarrollar ese espiral de furia, que consiste en apropiarse de un concepto que solo nos debe pertenecer a nosotros -como un designio casi ancestral- que arrojará el tan anhelado concepto de justicia universal o divina.

Girard fue un poco más allá y desarrollo la idea de que muchas veces el deseo mimético se vuelve oportunista y se proyecta la culpa sobre cualquier cosa que se desee encontrar en la búsqueda de modelos sustitutivos. La mimética parece definitivamente instalada en la sociedad moderna, queremos restaurar el orden, pero que sea el nuestro. El mecanismo victimario da resultados, aunque sean ficticios. Girard sostiene que su teoría se basa en que en el origen se han dado asesinatos colectivos, sometimientos o arbitrariedades, por eso continuamos estancados en el tiempo, situando nuestra necesidad de justicia y respaldándonos en el tiempo, como si la tradición deba ser la norma, en sociedades que a su vez se vanaglorian de su poder de adaptación, libertades y sus avances revolucionarios. Así sostenemos teorías de más de cuatro o cinco siglos, queriendo encontrar en la historia, la imparcialidad que justifique nuestros merecidos deseos.

La religión emerge del mecanismo victimario, lo mismo sucede con la política, e hilando más fino, de todo colectivo que se sienta disminuido o sojuzgado. La historia de toda nación se cimienta en alguna gesta heroica y sobretodo, en una perdida. Girard se apoyó en el estudio de las tragedias griegas y en el teatro de Shakespeare, donde las relaciones conflictivas son el argumento esencial. El otro es rival, al mismo tiempo que modelo, quizás por eso el efecto de imitación del que derroca al injusto es tan notorio con el paso del tiempo. Estamos presenciando momentos de imitación, donde la ciudadanía alterna el silencio cómplice, con la denuncia encendida, siempre dependiendo que fuerza nos gobierne. Lo que callamos hasta hace poco, hoy denunciamos amparándonos en derechos humanos y otras mendas.

Los seres humanos se aferran a las querellas y a las diferencias, le cantan a la libertad que pierden y esconden la falta de libertades que ofrecen cuando ellos mandan. Vivimos entre adversarios, enemigos o rivalidades. Y algunos estamos hartos de los comentarios, de los himnos que dicen que hablan por todos, de que un razonamiento no se comparta y que, si alguien me cuestiona, no me cuestiono. Simplemente me martirizo dando un paso al costado argumentando que los demás están equivocados, cosa que tristemente vemos hoy en las redes sociales, donde nos pueden regalar comentarios o notas afines a sus fines, pero no soportan que otros no tengan la misma idea o se sientan obligados a profesar esos cultos. Se comportan como sus caprichosos líderes, que cuando pierden el poder cambian el discurso, y le hacen sentir a uno como el injusto ingrato que no agradece tamaño sacrificio desinteresado. Podría ser anecdótico, ya que todos pertenecemos a esa pulsión mimética de desear lo que posee el otro, pero preocupa que muchos de esos intolerantes hablen en nombre de los derechos humanos o en nombre de sus hijos -el futuro como gesta inequívoca de sus buenas intenciones-.


Se proyecta en el otro las diferencias de criterio. Si un extraño afirma algo que me gusta oír, lo destaco y comparto como mana determinante. Si al poco tiempo, ese mismo llega a criticar a mis referentes, lo denostó y destierro. Si alguien lee lo que yo leo, estamos ambos informados. Si leemos otros medios que no adhieren, estamos manipulados. Puestos a desear, a veces no sabemos bien que deseamos, pero lo deseamos ya y que nuestro pequeño mundo de conocidos, desee lo mismo. En la pequeña tribu de contactos que profesamos, estamos hartos de ver al erudito que te subestima o directamente te condena por pensar y sentir distinto. Girard sostuvo que en el momento en que se advierta que alguien copia o imita su deseo, opondrá una feroz resistencia para sostener el carácter único, genuino y autentico de nuestro deseo original. De ahí que pasemos constantemente del chivo expiatorio a la gata flora…

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