sábado, 2 de septiembre de 2017

Construiré una balsa y me iré a naufragar

“No por estar más ocupado se es más productivo. Ten cuidado con la improductividad de una vida ocupada”
Sócrates, Filósofo clásico griego.

Cuesta unos días el acomodarse del regreso de las vacaciones. Lo que te suponía rutina y normalidad durante la mayor parte del año, puede convertirse en una sensación de paredes que encogen y te atrapan, dificultando la respiración y buscando el reparo del hogar, único lugar donde te sientes a gusto. Algunos lo denominan síndrome post vacaciones, dominados por visión y emociones negativas de uno mismo y de todo lo que nos rodea. Malhumor, incomodidad y nostalgia envuelven nuestro accionar las primeras horas, los primeros días. A pesar de los posibles diagnósticos, no lo considero un síndrome depresivo; en mi fanatismo literario, más bien lo relaciono con el vacío que te ocupa al finalizar una novela increíble y supones que te resultará difícil encontrar otra ficción tan atrapante y sugestiva, como la que has concluido.


Ahora mi mes de descanso se llama agosto y viene a representar aquel infernal enero de Buenos Aires, en otros tiempos. La cercanía que propone cualquier distancia en este continente y los bajos costes, te invitan a explorar nuevos horizontes sin gran dificultad, apenas el adaptarse a la distinta idiosincrasia a visitar. Los preparativos previos motivan, el ir cubriendo los huecos de la logística con resultados como el reservar piso u hotel donde habrás de residir en cada ciudad, o los medios de transporte público que te han de acercar, nos preparan para arribar al destino motivado, confiado y tranquilo. La presencia indispensable de un teléfono móvil con cobertura de internet te facilita el andar callejero como nunca antes visto en la historia de la humanidad. Un pasajero de bus en Liubliana, al vernos enfrascados en la lectura e interpretación del mapa de la ciudad, recordó con nostalgia que esa práctica era habitual hasta hace un tiempo -unos cinco o diez años-, y desde la explosión tecnológica a esta parte, ya nadie pregunta a los locales ni analiza mapas, solo googlean y se acabó la incógnita sobre que bus hay que tomar. Finalmente, nos recomendó por donde comenzar nuestra andadura por la ciudad y se despidió deseándonos que disfrutáramos Liubliana, cosa que indudablemente hicimos.

La novela te abre un mundo nuevo y desconocido. No importa donde la leas, el entorno se difumina y solo existe lo que los capítulos y su desarrollo enseñen.  Al igual que unas vacaciones a un destino desconocido, te abren las puertas a un espacio y tiempo alejado de la vida ordinaria.  No interesa el contexto, puedes estar en un vagón de metro rodeado de gente que solo atina a mirar y mirar su móvil, o en un autobús local rodeado de miradas anodinas de aburridos pasajeros, en la sala de espera del médico de cabecera que siempre se demora media hora en atenderte, o en la barra de un café al paso, repleto de parroquianos que gritan y vocean sin orden ni equilibrio, que uno no reparará en su alrededor, esperando encontrar en las líneas de la novela el hábitat ideal para residir. Es tan magnética la lectura, que tantas veces las vidas producto de la pluma literaria nos llevan a olvidarnos de la nuestra propia, al menos por tiempo prudencial. Dijo Sigmund Freud que las palabras y la magia fueron al principio la misma cosa. El viajar y leer se asemejan a necesarios refugios de alquimia cuando la vida se antoja como un macabro capricho de rutina e insatisfacción.

En la antigüedad se reflejaba a las bibliotecas o librerías como botiquines eficaces para las afectaciones del alma. También el acervo popular sostiene en el tiempo que el viajar abre las mentes, ayudando a conocer la historia y los pueblos.  La dos actividades -viajar y leer- nos abren panoramas y cambian estigmas mentales.  Al leer y viajar experimentamos nuevas sensaciones, utilizamos las reservas del modo contemplativo -que en el resto de actividades quizás desconocemos poseer-; es decir, nos relajamos para experimentar a través de los sentidos, dejando fluir las horas y deteniendo el tiempo en la simple pero casi perdida costumbre de la observación.  Al leer con avidez o viajar con detenimiento, la sensación es recuperar la esencia de que el mundo se vuele más habitable.

Ambas actividades te adentran en mundos que no son tuyos, pero en los cuales te sientes muy a gusto. Marcel Proust afirmaba, que cada lector, cuando lee, es el propio lector de sí mismo. Y que la obra de un escritor no es más que una suerte de instrumento óptico que este ofrece al otro para permitirle discernir lo que, sin ese libro, no habría podido ver por sí mismo. En el viajar, mientras tanto, eres tú quien debe tomar las decisiones, lo que te obligará a crecer como persona, ya que la colmas de espacios, sensaciones, culturas, personas, experiencias que te vuelven cualitativamente distinto, porque te brinda la posibilidad necesaria de acceder a una experiencia personal signada por la gozosa sensación de alteridad que nos brinda.

Empatizamos con otras realidades y personas, nos identificamos con la realidad cuando se ve reflejado en la historia y son actividades intelectuales vertiginosas. Nos ubica en espacios intermedios, dejando en suspenso nuestras rutinas para vincularnos con nuestra esencia más íntima. Conquistamos perspectivas, enriquecemos nuestro mundo interior, tantas veces abandonado o deshabitado. Apoyándose en la literatura, Frank Kafka sostenía que “Un libro tiene que ser un hacha que abra un agujero en el mar helado de nuestro interior”. Y viajar es moverse hacia los lugares a visitar, pero sobre todo moverse hacia ese mismo mar helado de nuestro interior, metafóricamente mencionado por el escritor checo. Viajar tiene el mismo efecto balsámico de pasar las páginas de un buen libro. Leer es viajar a otras realidades que, por la magia de la escritura, te acortan distancias hasta traerlas a la vuelta misma de tu esquina. Ambas actividades se asemejan, moverse para enriquecerse, todo en un mundo cada vez más al alcance de la mano, pero que fomenta, a su vez, el perverso estatismo de las mentes.


Regresar de un viaje es pasar página, y terminar un libro es llegar a la página final y cerrar una historia. La nostalgia que luego invade puede ser productiva, señal que el tiempo no ha transcurrido en vano. Podemos vivir múltiples vidas, donde la sorpresa, euforia o decepción de nuevos “paisajes” o desplazamientos geográficos nos acerquen aún más a nuestro mundo interior. Mark Twain lo clarificó al sostener que “viajar es un ejercicio con consecuencias fatales para los prejuicios, la intolerancia y la estrechez de mente”, por lo cual, en este primer día aciago del retorno, tengo la opción de retomar el vicio inacabado de descubrir nuevos autores, como hacerme algo de tiempo para imaginar el próximo destino para mis anheladas vacaciones siguientes…

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