martes, 28 de febrero de 2017

No puedo resistir esta realidad, dame pronto una señal

“Si hubiera un Dios creo que sería poco probable que tuviese tal vanidad de ponerse incómodo como para sentirse ofendido por aquellos que dudan de su existencia.”
Bertrand Russell

Con la mera repetición de sus mejores aforismos, esta entrada estaría bien cubierta. Activista, Premio Nobel y figura pública de renombre en el Reino Unido, además fue “guardián de la educación”, tal como el refería a los que entregaban su arte de enseñar en post de la tríada que sostiene la formación: inteligencia, amor y valor. Pensador e intelectual que recuerda en estos tiempos turbios en que vivimos que debemos regresar a la fuente de la filosofía. Bertrand Arthur William Russell insistió en vida en que su pensamiento sirviera en la práctica para mejorar la existencia humana. Algunos, cuarenta y siete años luego de su muerte, intentan reflotar a diario su ideario al menos para sostener a la raza humana.


“La historia del mundo es la suma de aquello que hubiera sido evitable”, en boca de un internacionalista, en tiempos donde las fronteras y el poder de los estados nacionales surgen a partir de la segunda mitad del siglo XIX, suena a resignación. La nación fue considerada la nueva religión cívica de los estados, como contrapeso a otras lealtades a las que se aferraba el hombre: religión, etnia, clase social. El surgimiento de las naciones trajo aparejado otro concepto divisorio, que hoy se mantiene y profundiza dependiendo las crisis existentes: el de patria. La nacionalidad ha tomado una dimensión tantas veces divisoria o clasista, mientras que Russell siempre pregonó con un pensamiento rico, complejo y sobre todo constante, que la educación política se debía sostener en los hombres libres, incluido el pensamiento. La solución está en nosotros mismos, y de tan certera la conclusión, seguimos sin poder solucionarlo.

La búsqueda permanente del “ciudadano del universo” por sobre el “hombre instintivo” que vive atado a sus intereses personales, definió filosóficamente la verdadera y necesaria libertad del hombre. La filosofía es necesaria -en cualquier momento- por la grandeza de los objetivos que se fijan, que priman más allá de la mezquindad -rasgo dominante que busca solo dominar- de esa sociedad que Russell denominó como “instintiva”, que está encerrada en sus problemas personales, y acaso pueda incluir el de algunos familiares o amigos. Ante esta vía débil y limitada, se opone un concepto de universalidad que no debe contemplar el enfrentamiento entre el deseo y la trascendencia de querer. Mezquindad versus mundo interior libre y sereno es el paradigma que debe sostener la contemplación filosófica. Hoy gana la mezquindad.

“Me parece fundamentalmente deshonesto y dañino para la integridad intelectual creer en algo sólo porque te beneficia y no porque pienses que es verdad”, el rigor intelectual con que estudió el pasado y presente de la civilización dotan aún hoy a sus pensamientos de actualidad. “Cualquier esperanza de reconstrucción social ha de partir de la educación, de una educación adecuada, como se ha cansado de mencionar, basada en el nexo ideal de la educación del carácter y la educación de la inteligencia que permite que “una moralidad verdaderamente robusta sólo pueda afirmarse por el conocimiento completo de lo que ocurre realmente en el mundo”.

“El maestro debe amar a sus discípulos más que a su Estado o a su Iglesia; de lo contrario, no será el maestro ideal. Las cualidades del maestro son imprescindibles para el mantenimiento del progreso. Y basa en la enseñanza de la verdad y en las evidencias de la realidad, el pilar donde se debe sostener un pedagogo, mencionado tal vez con exageración, como guardianes de la civilización. “La educación debe animar el deseo de la verdad, no la convicción de que cierto credo particular es la verdad”. Pregona el hecho de ser sinceros, sin apartarse de la honestidad intelectual. Quizás esto explique el fracaso o la inexistencia en los tiempos de corren del poder filosófico y la falta de alimento al espíritu. Y aquí surge otro inconveniente generado por el hombre instintivo: Espíritu y no religiosidad.

A lo largo del siglo pasado, especialmente rico en descubrimientos científicos, se repitió una encuesta en los años 1916 y 1996, donde se consultaba a los mismos científicos innovadores si creían o no en Dios. Los resultados de ambas encuestas fueron casi calcados: Un 40% cree en la existencia de Dios, un 45% son ateos y el 15% restante se declara agnóstico. A pesar de los avances en el campo de la ciencia, el hombre continúa creyendo en la existencia de algo sobrenatural. Podemos creer en el avance tecnológico, en la electricidad, en la capacidad de implantar órganos, en la mejora de la expectativa de vida (todos hechos contrastables) pero también creemos en la Virgen María. A lo largo de todos estos siglos de existencia, un agnóstico o no creyente debe justificar por qué “se apartó” del camino del señor -si es que alguna vez lo transitó -, pero los creyentes siguen sin poder ni querer justificar porque creen en algo que no se ve, ni les cierra racionalmente. Pero son los creyentes los más virulentos en esa discusión, el agnóstico prefiere un perfil bajo, tanto para no herir susceptibilidades al obligar a razonar los criterios, como para no sufrir condenas o agresiones, algo que no está contemplado en las bitácoras de cualquier religión. Esto es algo similar o calcado al fenómeno “religioso” de Patria.

Para muchos pensadores, la religión fue el sustento de una estructura de utilidad social que permitió una contención moral como calmante de las iras, vanidades y desasosiegos populares. Estructuró las sociedades en base a un vínculo indisoluble familiar y postergó el afán autoritario y anárquico que habita en el interior de casi todos los humanos. Tal fenómeno persiste hasta estos días, aunque es manifiesto cómo se resquebrajó el efecto narcótico o hipnótico de la palabra del creador de todo este misterio que se constituye la humanidad. El ser moral que la religión contenía a través del miedo o el pecado, y también por la convicción de ser un hombre piadoso libre de ataduras y egoísmos, parece claudicar. La religión ya no puede sostener la falta de moral en el hombre. Las religiones parecen estar hoy soportando una crisis existencial donde solo se limita a una liturgia o rituales y ya no, como respuesta a una justicia, redención o el camino a una libertad. Pero, a pesar de la evidencia, muchos prefieren creer que los avatares del paso del hombre siguen regidos por un camino trazado por un Dios y aguardan la venida de aquel castigado Mesías, que sucumbió para sostener otra tríada -tan diferente a la propuesta por Russell- que es padre, hijo y espíritu.

“La mayoría de las personas cree en Dios porque se le ha enseñado desde la más temprana infancia a hacerlo, y ésta es la razón principal. Luego creo que la siguiente razón más poderosa es el deseo de seguridad, una especie de sentimiento de que hay un gran hermano que cuidará de uno. Esto juega un muy profundo papel en influir en los deseos de las personas de creer en Dios”. La ciencia y la filosofía parecen ser los caminos para dejar de sostenernos en el miedo de buscar aliados o protectores invisibles y quizás inexistentes, y continuar desandando el temor ante lo permanentemente desconocido de la existencia. La filosofía tantas veces no arroja respuestas sino más o nuevos interrogantes, en eso puede parecerse a la religión, pero lo que logra -siempre a mi entender- es la franqueza de reconocer que sabemos poco y le tememos al no conocer. La ciencia se justifica en el saber, la religión se justifica en el creer y la filosofía no se puede justificar, salvo en el caso que ante cualquier duda existencial se convierta en conocimiento, deja de ser filosofal para convertirse en ciencia. De esta manera, encuentra una respuesta y abre nuevos interrogantes, algo más fácil de aceptar que la eterna y persistente duda del pecado, de la bondad y la maldad del hombre, que no lleva más que inmovilidad y una eterna espera hacia una redención que no somos ya capaces ni de moderar.


Russell siempre planteó que la solución habita en nosotros mismos. Ante la corrupción moral que nos asfixia y la charlatanería que parece no conducir a nada más que al hastío, se antepuso una manera de pensar que “No es imposible para la fuerza humana crear un mundo lleno de felicidad: los obstáculos impuestos por la naturaleza inanimada no son insuperables. Los obstáculos reales se hallan en el corazón del hombre y el remedio para éstos es una esperanza constante, encauzada y fortalecida por el pensamiento”. El espejo interior que debería ser nuestra mente nos debería ayudar a entender que el conocimiento no debería fomentar la dominación de unos sobre otros, ni el temor que genera ese poder. La tríada de Russell debe intentar prevalecer: La necesidad de amar, la necesidad de conocer y el sentimiento que no se tolera más del sufrimiento humano. Habrá que dejar de buscar respuestas acomodaticias a nuestros intereses, y cultivar la mente y alma con razonamiento. Tal vez ahí dejemos de avergonzarnos de la manera en que aspiramos a acceder a una vida eterna siendo tan penosamente terrenales…

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